
Translation excerpt of Los Tiempos del Odio, by Rosa Montero.
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—Sin amor no merece la pena vivir.
Ángela había pronunciado las palabras en voz alta, como el juez que dicta la sentencia definitiva sobre su propio destino.
Y a continuación se entregó al dolor de manera voluptuosa, casi suicida.
Al dolor y a la vergüenza. Porque, ¿qué era peor en un rechazo sentimental, la pérdida del proyecto luminoso con el otro, o la tortura añadida de sentir tu bochornosa falta de atractivo, tu inadecuación e insignificancia? No había mayor humillación imaginable que el desdén o la indiferencia del amado, que por añadidura reflejaban la indiferencia y el desdén del Universo entero. Ángela tragó el buche de hiel de su último fracaso y tuvo la certidumbre, una vez más, de que ella era incapaz de suscitar cariño. Y de que el mundo la volvería a señalar con burla, como siempre.
Un cuchillo de pena.
Los pedazos de su corazón cayendo al suelo con tintineo de lata.
No, no había logrado que su amado la amara. Ni si quiera había conseguido que la tomara en cuenta. Había hecho de nuevo el ridículo, y el ahogo de su propia ignominia la dejó boqueando. No podía soportar pensar en ello y, sin embargo, no podía apartarlo de su cabeza. El hermoso futuro que había imaginado junto a su amado se estaba derrumbando en estos momentos sobre ella con fragor de avalancha. Ángela contempló las paredes del cuarto con estupor: ¿cómo era posible que los muros no temblaran, que no se rajaran ante tal cataclismo? Se abrazó a sí misma, sintiéndose incapaz de seguir adelante. ¿Qué iba a hacer ahora con sus días? ¿Cómo iba a aguantar la pena de existir? ¿Y cómo lograría no despreciarse a sí misma?
Sin amor no merece la pena vivir, repitió, apoyando ambas manos sobre el diminuto lavabo de vapor e inclinándose un poco más hacia el espejo. Se miró con desmayo: lívida, ceñuda. La ancha y combada frente parecía aún más grande bajo la luz cenital. Arriba, cuatro pelos ralos de un tono indefinido que dejaban entrever el cuero del cráneo. Abajo, una nariz pequeña, una boca demasiado fina y siempre tenazmente apretada, una barbilla huidiza. Era fea. Ya lo sabía. Era muy fea. Debía haberse operado, eso decían todos, y el énfasis, incluso la irritación con que se lo decían era ya un insulto, como si estuvieran enfadados por tener que mirarla. No entendían que Ángela necesitaba que la quisieran a ella, a ella toda, a ella de verdad, no a los mañosos retoques que pudieran hacerle en el rostro los cirujanos plásticos. Necesitaba probarse que era digna de ser amada.
«Ángela, todo el mundo se opera, es lo normal», le había repetido una y otra vez su primer terapeuta, un hombre joven que lucía una cara de lo más vulgar, el típico trabajo básico y barato. «Operada, seguirías siendo tú; simplemente llamarías menos la atención.» No, no, qué va. Se equivocaba, en eso y en tantas otras cosas. Ella siempre resultaría llamativa y chocante. Ella era demasiado distinta. Se lo habían demostrado una y otra vez todas las personas con las que se cruzaba.
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– Sem amor não vale a pena viver.
Ángela tinha dito as palavras em voz alta, como uma juíza que profere a decisão judicial definitiva sobre o seu próprio destino.
E depois entregou-se à dor de uma forma voluptuosa, quase suicida.
À dor e à vergonha. Porque afinal, o que era pior numa rejeição sentimental? A perda do projeto luminoso com o outro ou a tortura acrescida de sentir na pele a própria embaraçosa falta de atratividade, inadequação e insignificância? Não existia maior humilhação imaginável do que o desdém ou indiferença do amado, que, além disso, refletia indiferença e o desdém de todo o Universo. Ángela engoliu a bílis amarga do seu último fracasso e teve a certeza, mais uma vez, de que era incapaz de suscitar afeto. E que o mundo voltaria a apontar para ela com escárnio, como de costume.
Uma faca de desgosto.
Os pedaços do seu coração a cair no chão tilintando como uma lata.
Não, não tinha conseguido que o seu amado a amasse. Nem sequer tinha conseguido que ele a tivesse em mente. Tinha voltado a fazer figura de tonta, e o sufoco da sua própria ignomínia deixou-a a ofegar por ar. Não suportava pensar nisso e, no entanto, não conseguia tirá-lo da sua cabeça. O belo futuro que tinha imaginado com o seu amado desmoronava-se sobre ela com o fragor de uma avalanche. Ángela observou as paredes da sala com espanto: como era possível que as paredes não tremessem, que não rachassem perante tal cataclismo? Abraçou-se a si própria, sentindo-se incapaz de seguir em frente. Que iria fazer agora com os seus dias? Como suportaria a dor de existir? E como conseguiria não se desprezar a si própria?
Sem amor não vale a pena viver, repetiu, apoiando ambas as mãos sobre a minúscula bacia de vapor e inclinando-se um pouco mais para o espelho. Olhou-se com desânimo: lívida, carrancuda. A testa larga e curvada parecia ainda maior sob a luz zenital. Acima, quatro pelos finos de um tom indefinido deixavam transparecer o couro cabeludo. Por baixo, um nariz pequeno, uma boca demasiado fina e sempre tenazmente apertada, um queixo demasiado pequeno. Ela era feia. Já sabia disso. Ela era muito feia. Devia ter sido operada, todos diziam, e a ênfase, até mesmo a irritação com que lhe diziam isso já era um insulto, como se estivessem zangados de terem de olhar para ela. Não entendiam que Ángela necessitava que a amassem, toda ela, à verdadeira Ángela, e não aos retoques manhosos que os cirurgiões plásticos poderiam fazer no seu rosto. Precisava de se provar digna de amor.
«Ángela, toda a gente faz operações, é normal», dizia-lhe repetidamente o seu primeiro terapeuta, um jovem com um rosto extremamente vulgar, a típica operação barata e básica. «Após a operação continuarias a ser tu mesma; apenas atrairias menos atenção.» Não, não, de modo algum. Ele estava enganado, nisso e em tantas outras coisas. Ela seria sempre impressionante e chocante. Era demasiado distinta. Todas as pessoas com quem já se tinha cruzado já lhe tinham mostrado isso vezes sem conta.